28 abr 2022

Un estudio sobre los orígenes del Fascismo y el Nazismo

A lo largo del siglo xix las tres principales familias políticas fueron el liberalismo, el conservadurismo y el socialismo; en las dos últimas décadas emergió una nueva derecha intensamente nacionalista y antisemita que fue capaz de movilizar y ganar la adhesión de diferentes sectores sociales, tanto en Viena como en París y en Berlín. El fascismo se nutrió de ideas y de actitudes distintivas de la derecha radical de fines del siglo xix, en el sentido de que ambos recogieron sentimientos de frustración al tiempo que asumieron la violenta negación de las promesas de progreso basadas en la razón enunciadas por el liberalismo y el socialismo. Pero además, en el marco de la democracia de masas, las ceremonias patrias junto con numerosos grupos –las sociedades corales masculinas, las del tiro al blanco y las de gimnastas– fomentaron y canalizaron mediante sus actos festivos y sus liturgias la conformación de un nuevo culto político, el del nacionalismo, que convocaba a una participación política más vital y comunitaria que la idea “burguesa” de democracia parlamentaria.
Aunque es posible reconocer continuidades entre ideas y sentimientos gestados a fines del siglo XIX y los asumidos más tarde por los fascistas, muy seguramente, sin la catástrofe de la Gran Guerra y la miseria social derivada de la crisis económica de 1929, el nazifascismo no se hubiera concretado.
Aunque los movimientos de sesgo fascista tuvieron una destacada expansión en el período de entreguerras, muchos de ellos no pasaron de ser grupos efímeros, como el encabezado por Mosley en Gran Bretaña, los Camisas Negras de Islandia o la Nueva Guardia de Australia. En otros países, si bien lograron cierto grado de arraigo –los casos de Cruz de Flechas en Hungría o Guardia de Hierro en Rumania–, los grupos de poder tradicionales retuvieron su control del gobierno vía dictaduras. El triunfo del fascismo no fue el resultado inevitable de la crisis de posguerra.

El fenómeno fascista solo prosperó donde confluyeron una serie de elementos que le ofrecieron un terreno propicio. En este sentido, Italia y Alemania compartían rasgos significativos: el régimen liberal carecía de bases sólidas, y existía un alto grado de movilización social: no solo la de la clase obrera que adhería al socialismo, también la del campesinado y los sectores medios decididamente anti socialistas. Este escenario fue resultado de un proceso en el que se combinaron diferentes factores. Si bien la trayectoria de cada país fue singular, es factible identificar algunos procesos compartidos. En primer lugar, el ingreso tardío, pero a un ritmo acelerado, a la industrialización dio lugar a contradicciones sociales profundas y difíciles de manejar. Por una parte, porque la aparición de una clase obrera altamente concentrada en grandes unidades industriales y cohesionada en organizaciones sindicales potentes acentuó la intensidad de los conflictos sociales. Por otra, porque la presencia de sectores preindustriales –artesanos, pequeños comerciantes, terratenientes, rentistas– junto al avance de los nuevos actores sociales –obreros y empresarios– configuró una sociedad muy heterogénea atravesada abruptamente por diferentes demandas de difícil resolución en el plano político. En segundo lugar, la irrupción de un electorado masivo, debido a las reformas electorales de 1911 en Italia y de 1919 en Alemania, socavó la gestión de la política por los notables, pero sin que las élites fueran capaces de organizar partidos de masas: esto lo harían los fascistas. Por último, tanto Italia como Alemania, aunque estuvieron en bandos opuestos en la Primera Guerra, vivenciaron los términos de la paz como nación humillada. En Alemania especialmente, el sentimiento de agravio respecto de Versalles estaba ampliamente extendido; no fue un aporte original del nazismo buscar la revancha contra los vencedores de la Gran Guerra.

La experiencia de la guerra alimentó en muchos una adhesión incondicional a la paz; para ellos resultó muy difícil y doloroso reconocer que las obsesiones ideológicas del nazismo solo serían frenadas a través de las armas. Los pacifistas estaban convencidos de que las masacres en los campos de batalla no contribuían a encontrar salidas justas a las tribulaciones de los pueblos. En otros, en cambio, la guerra de trincheras alimentó una mística belicista: en ellos perduró “el deseo abrumador de matar”, según las palabras de Ernst Jünger.
Quienes decidieron vivir peligrosamente, como propuso el fascismo, y en el culto a la violencia, encontraron la vía para manifestar sus más hondos y potentes impulsos; no dejaron las armas, e integraron las formaciones paramilitares que proliferaron en la posguerra: los Freikorps alemanes o los Fasci di combattimento italianos. Muchos gobiernos no fascistas recurrieron a estos grupos para impedir un nuevo Octubre rojo, más temido que realmente factible. La izquierda también se armó para defenderse, pero en ningún caso contó con el apoyo de los organismos de seguridad estatales, que no solo consintieron sino que también colaboraron con los grupos armados de la derecha radical.

Las condiciones que hicieron posible el arraigo del fascismo son solo una parte del problema para explicar el éxito de los fascistas. También es preciso dar cuenta de qué ofrecieron, cómo lo hicieron y quiénes acudieron a su convocatoria.
A través de su oratoria y sus prácticas, el fascismo se definió como antimarxista, antiliberal y anti burgués. En el plano afirmativo se presentó –con sus banderas, cantos y mítines masivos– como una religión laica que prometía la regeneración y la anulación de las diversidades para convertir a la sociedad civil en una comunidad de fieles dispuestos a dar la vida por la nación. Los fascistas italianos y los nazis alemanes, especialmente en la etapa inicial, presentaron programas revolucionarios –en parte anticapitalistas– en los que recogían reclamos y ansiedades de diferentes sectores de la sociedad. Al mismo tiempo, en un contexto signado por la pérdida de sentido y la desorganización social, los partidos brindaron un lugar de encuadramiento seguro, disciplinado, y supieron canalizar la energía social a través de las marchas, las concentraciones de masas y la creación de escuadras de acción. El partido, además, ofreció un jefe. La presencia de un líder carismático a quien se le reconocieron los atributos necesarios para salir de la crisis fue un rasgo clave del fascismo. Tanto Mussolini como Hitler fueron jefes plebeyos con gran talento para suscitar la emoción y ganar la adhesión de distintos sectores ya movilizados.

El fascismo tuvo una base social heterogénea. Recogió especialmente el apoyo de la clase media temerosa del socialismo, de los propietarios rurales, de los grupos más inestables y desarraigados, de la juventud y particularmente de los excombatientes que constituyeron el núcleo de las primeras formaciones paramilitares; también logró el reconocimiento de sectores de la clase obrera atraídos por sus promesas sociales.

Los fascistas y los nazis llegaron al gobierno en virtud de su capacidad para recoger demandas y agravios variados, y también porque lograron convencer a los grupos de poder de que podían representar sus intereses y satisfacer sus ambiciones mejor que cualquier partido tradicional. Los elencos políticos a cargo del gobierno, en Italia y Alemania, decidieron aliarse con los fascistas y los nazis convencidos de que podrían ponerlos a su servicio para liquidar a la izquierda y preservar el statu quo. Los grandes capitalistas, por su parte, no manifestaron una adhesión ni temprana ni calurosa a los movimientos fascistas. Aunque el tono anticapitalista del fascismo fue selectivo y rápidamente se moderó, el carácter plebeyo de los movimientos generaba reservas entre los grandes propietarios. Hasta el ingreso al gobierno de Hitler, por ejemplo, las contribuciones económicas fueron destinadas en primer lugar a los conservadores, la opción preferida por los capitales más concentrados. Pero estos no pusieron objeciones a la designación de los líderes fascistas como jefes de gobierno. Una vez en el poder, ni Hitler ni Mussolini cuestionaron el capitalismo, pero subordinaron su marcha y fines, especialmente a partir de la guerra, a la realización del “destino glorioso de la nación”. Ellos asumieron ser sus auténticos intérpretes.

Desde el gobierno, ambos líderes, a diferentes ritmos –y con mayor decisión el Führer– avanzaron en revolucionar el Estado y la sociedad mediante las organizaciones paralelas del partido. Estas actuaron como corrosivo de los organismos estatales –Magistratura, Policía, Ejército, autoridades locales– y buscaron remodelar la sociedad, desde las intervenciones sobre la educación, pasando por la organización del uso del tiempo libre, hasta, muy especialmente, el encuadramiento y movilización de las juventudes, para crear el hombre nuevo. Los jefes máximos nunca llegaron a imponer sus directivas de arriba hacia abajo en forma acabadamente ordenada. La presencia de diferentes camarillas en pugna confirió un carácter en gran medida caótico a la marcha del régimen, sin que por eso el Duce o el Führer fueran dictadores débiles.

El terror fue un componente de ambos regímenes, mucho más central en el nazismo, pero fue solo uno de los instrumentos para lograr la subordinación de la sociedad; también se recurrió a la concesión de beneficios y la integración de la población en nuevos organismos. Si bien los fascistas suprimieron los sindicatos independientes y los partidos socialistas, su política apuntó a integrar material y culturalmente a la clase obrera. Al mismo tiempo que subordinaba a los trabajadores políticamente y los disciplinaba socialmente, el fascismo promovió la idea de igualdad y la disolución de las jerarquías: el plato único nacional, la fuerza con alegría, el Volkswagen para todos, el Frente Alemán del Trabajo, el Dopolavoro fueron manifestaciones, bastante eficaces, del afán por crear la comunidad popular. La contribución más importante del nazismo en el plano social fue restablecer el pleno empleo antes de finales de 1935, mediante la ruptura radical con la ortodoxia económica liberal. Los fascistas se pronunciaron a favor de un nuevo tipo de organización económico-social. Como expresión de su vocación revolucionaria y a la vez anticomunista, el fascismo contrapuso, al socialismo internacionalista, un socialismo nacional y autárquico que combinaba la intervención estatal en la economía con la propiedad privada. Por lo general defendió un sistema corporativo que integrará los distintos grupos y clases sociales bajo la dirección del partido, y fuera capaz de acabar con la lucha de clases.

La ubicación del fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán como las expresiones más logradas del fenómeno fascista no implica desconocer importantes contrastes entre ambos: el peso decisivo del antisemitismo genocida en el régimen nazi, que fue más tardío y menos radical en Italia; la más acabada conquista del Estado y la sociedad por parte del nazismo; la mayor autonomía de Hitler respecto de los grupos de poder; la política exterior más orientada hacia el imperialismo tradicional, en el caso de Mussolini, y dirigida hacia la imposición del predominio de la raza aria en el de Hitler.

El fascismo fue centralmente una forma de hacer política y acumular poder para llegar al gobierno, primero, y para “revolucionar” el Estado y la sociedad después. Desde esta perspectiva, el fascismo se presentó simultáneamente como alternativa al impotente liberalismo burgués frente al avance de la izquierda, como decidido competidor y violento contendiente del comunismo y como eficaz restaurador del orden social. En la ejecución de estas tareas se distinguió de los autoritarios tradicionales porque no se limitó a ejercer la violencia desde arriba. Los fascismos se destacaron por su capacidad para movilizar a las masas apelando a mitos nacionales. El partido único y las organizaciones paramilitares fueron instrumentos esenciales para el reclutamiento de efectivos, para la toma y la conservación del poder, y su estilo político se definió por la importancia concedida a la propaganda, la escenografía y los símbolos capaces de suscitar fuertes emociones. Los fascistas organizaron la movilización de las masas, no para contar con súbditos pasivos, sino con soldados fanáticos y convencidos. Su contrarrevolución fue en gran medida revolucionaria, aunque en un sentido diferente del de la revolución burguesa y la revolución socialista.


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